domingo, 12 de agosto de 2007

Columna de Carlos Peña en El Mercurio

Hola,

reproduzco la columna de Carlos Peña sobre el sueldo ético que apareció hoy en El Mercurio. Me parece interesante que se devuelva el eje de la discusión a un asunto más amplio que el puramente económico. Pueden ver la columna en EMOL aquí.

Política y economía

Carlos Peña
(El Mercurio, Reportajes, 12.08.07)

Las palabras de Goic no son un llamado ni a la caridad ni al paternalismo. Si fueran eso, serían una banalidad. En cambio, son un llamado a la reflexión pública allí donde, por razones de diversa índole, hemos concedido la primera y la última palabra a la economía.

Alejandro Goic -a su manera, y con ese gesto suyo que uno no sabe si es desilusión, hastío, cansancio o todas esas cosas juntas- puso de manifiesto un viejo problema que en Chile hemos olvidado: el de los límites del discurso económico.

Hoy la economía, en especial la neoclásica (esa que piensa cualquier aspecto de la conducta humana en términos de utilidad marginal, incentivos y precios) se ha erigido en la reina del espacio público. Tratamos a los economistas como si tuvieran línea directa con la realidad y les asignamos, sin más, el derecho a determinar los límites de lo posible.

Y los que se oponen se convierten en réprobos e ignorantes.

Si en el siglo XIII la teología era la madre de las ciencias; hoy día es la economía. Si hace siglos los que tenían línea directa con la realidad eran los teólogos de París; hoy lo son quienes se educaron en Harvard o en Chicago. Si el gurú hace siglos era Santo Tomás, hoy día es Smith o Marshall.

No tiene nada de raro entonces que las palabras de Alejandro Goic hayan desatado polémica y que una senadora -demasiado entusiasta con su propio saber- haya decretado que el obispo era un ignorante que no sabía lo que decía.

Pero Goic ha dicho algo sensato. Ni ha pedido limosna, ni ha solicitado que los más ricos den lo que les sobra, ni ha repetido las encíclicas del diecinueve. Eso sería una banalidad más.

Él ha exigido que pongamos algo de reflexión allí donde, hasta ahora, hemos concedido la última palabra al discurso económico. Él no ha pretendido señalar cómo se fijan los precios en un mercado autorregulado (todos lo sabemos); él nos ha invitado a discutir si acaso el resultado que ese mecanismo arroja hoy en Chile está a la altura de los compromisos que tenemos hacia quienes forman parte de nuestra comunidad política.

A su manera, Goic nos ha desafiado a pensar si acaso la facticidad, los simples hechos, tienen la última palabra a la hora de decidir cómo vivimos y cómo nos tratamos unos a otros o, si, en cambio, nuestra opinión razonada tiene algo que decir en todo esto. Él no se ha preguntado cómo se fija el precio del trabajo; sino cuál es el precio razonable si es que, como decimos, los más pobres importan. Nos ha invitado a preguntarnos si la pobreza -la de veras, ésa que subsiste con el mínimo- es una fatalidad o no.

Una economía de mercado debe abarcar todos los elementos que forman parte del proceso productivo, incluida la tierra y la mano de obra. Pero ocurre -y este es el punto del sacerdote- que la tierra y la mano de obra son los seres humanos mismos; o sea, la sociedad y su ambiente natural. ¿Es razonable entonces que los seres humanos nos tratemos unos a otros de esa manera y sin agregar ninguna otra consideración? Es el antiguo asunto de la Iglesia Católica y, dicho sea de paso, de Marx: el trabajo no puede ser en la hora undécima una simple mercancía, porque entonces los seres humanos se despojan de toda dignidad y se convierten en cosas.

La situación de hoy no es muy distinta entonces de la que se produjo en el siglo XVIII cuando se aprobó en Inglaterra la ley de Speenhamland que otorgó subsidios a los trabajadores cuyo salario, fijado por el mercado, estaba por debajo de sus necesidades. Esas leyes -conocidas en la literatura como leyes de pobres- fueron objeto de la crítica de la economía clásica de la época. Smith señaló que esas leyes restaban movilidad y retrasaban el progreso; Malthus señaló que incrementaban la población y estimulaban la indolencia y la flojera; Ricardo dijo que ese tipo de leyes empeoraban la situación de los ricos y de los pobres a tal extremo que los "amigos de los pobres" deberían estar interesados en abolirlas.

Son los mismos argumentos de entonces repetidos hasta el hartazgo hoy día en materia de impuestos, previsión y demases.

Pero el problema fundamental subsiste y es el mismo que mencionó Goic. Sabemos cómo funcionan el mercado y los precios; pero no sabemos, y debemos reflexionar, si esa es una manera razonable de tratarnos unos a otros. Sabemos cómo funciona el mercado, el problema es si la política democrática tiene algo que decir frente a él fuera de reunir los votos necesarios para que los policy makers hagan lo suyo.

El asunto no es puramente conceptual ni queda resuelto por la simple vía de adherir, sin ninguna reflexión, a las palabras del obispo.

El asunto de fondo es cuáles son los límites del discurso técnico en una comunidad que quiere gobernarse a sí misma mediante la democracia. Por supuesto, no se trata de incurrir en la irresponsabilidad de desproveer a la técnica de su importante papel en el diseño de las políticas; pero se trata de hacer un lugar a la deliberación democrática a la hora de decidir cómo vamos a tratar a nuestros semejantes.

Se trata de saber, en suma, si a la hora de la política democrática nos consideraremos responsables unos de otros o si, en cambio, esgrimiendo manuales de economía, los opus, los legionarios, los beatos, los descreídos, los salvos y los condenados, vamos a encogernos de hombros y preguntar ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?

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