lunes, 30 de julio de 2007

SEGÚN PASA EL TIEMPO (Carlos Peña, Reportajes El Mercurio 29 Julio 2007)


La Concertación de Partidos por la Democracia -inicialmente un puñado de señores más o menos modestos, vestidos con trajes café o gris y chaleco tejido a palillos, también café o gris, pero que, vaya paradoja, enarbolaron un arco iris- derrotó no sólo a la dictadura, lo que ya habría sido bastante para estar eternamente agradecido, sino que, como si eso fuera poco, desató un amplio proceso de modernización y logró construir una democracia que no es perfecta, pero, para qué estamos con cosas, tampoco está nada de mal.

Sin embargo, para nuestra desgracia, todo se va en la vida. Se va o perece. El agua, la sombra y el vaso. También la Concertación. Y es que nada está como entonces. Ni el otoño, ni nosotros.

La mejora en la vida material de los chilenos -un proceso que se aceleró en estos últimos veinte años- acarreó transformaciones culturales que hoy día se expresan en la política.

Amplios sectores proletarios dieron paso a mayorías aspiracionales que disfrutan la farándula, compran en los malls, invierten casi un tercio de su renta en la educación de sus hijos, tienen una vida más autónoma que ayer y ya no comulgan con ruedas de carreta. Los sosegados sectores medios, acostumbrados a la actitud imitativa, asumen, por su parte, su identidad sin ninguna culpa.

Las élites, incluidas las de la Concertación, que antes manejaban a las mayorías y las audiencias con el dedo meñique, sustituyeron los ternos café y el chaleco a palillos por trajes a la medida, pero también se debilitaron. El prestigio principió a redistribuirse y, gracias al mercado, todo amenaza ahora con desvanecerse en el aire.

En medio de ese panorama es natural que la Concertación haya envejecido. En esto hace falta Clodomiro Almeyda, uno de sus fundadores, quien podría haber recordado a Marx: los cambios materiales y las transformaciones simbólicas van por delante de las transformaciones políticas y por eso, tarde o temprano, nos guste o no, las coaliciones se desvencijan, los programas caen en desuso y los dirigentes se ponen viejos y de mal humor. Y quienes no gustan de Marx, o se asusten con él, podrían releer a Polibio: la fortuna siempre se burla de nuestros cálculos y tarde o temprano nos recuerda que el poder está de préstamo.

En esto, claro está, no hay nada de qué quejarse. Sólo quienes no se han curado de la ilusión de la eternidad -o sea, los niños- podrían entristecerse, o ponerse iracundos.

¿Significa eso que es la hora de la derecha y que, en vez de hacerse del poder a las patadas y por manu militari, como ocurrió en 1973, podrá hacerlo ahora mediante los votos?

Nada de eso. Si la Concertación ha envejecido y si sus programas se pusieron más o menos obsoletos, a la derecha le ha ocurrido algo peor. No ha envejecido ni nada. Está igual que hace cosa de veinte años: una verdadera momia. La misma ambigüedad frente a la dictadura, los mismos prejuicios en la esfera moral, iguales rastros del hispanismo, los temores repetidos frente a la modernidad, las citas a Hayek oídas una y otra vez, la misma incapacidad para pronunciarse frente a su dilema fundamental: ¿vale la pena la modernización al costo de sacrificar los derechos humanos? Mientras esa pregunta no tenga respuesta y no se saquen las conclusiones del caso, la derecha que alguna vez prometió -Allamand y Espina- seguirá siendo una generación perdida.

La Concertación, en cambio, todavía tiene la oportunidad de salvarse a sí misma. Para eso basta que sea capaz de mirar su propio éxito sin culpa.

La expansión del consumo no como pecado o enajenación, sino como autonomía; las protestas estudiantiles no como fracaso, sino como la consecuencia de haber derrotado la exclusión de la escuela; la internacionalización no como pérdida de identidad, sino como un motivo para afianzarla; la transformación de la afectividad no como simple apertura, sino como una ocasión para fortalecer una vida familiar más plural y más diversa; la farándula no como simple ordinariez, sino también como una muestra de cuánto se han liberalizado las costumbres; y el malestar de hoy como una prueba de que quienes antes se resignaban a lo que decidieran las élites, son hoy día individuos que reclaman su lugar y su sitio en la comunidad que hemos construido.

En una palabra, envejecer es inevitable; pero hay formas dignas y otras indignas de hacerlo. Eso es lo esencial. Se puede andar por la vida murmurando recuerdos, tejiendo nostalgias y haciendo episodios de ira, o, en cambio, mirando los desplantes, las faltas de respeto y las altanerías de los nietos con orgullo.

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